Con unos compañeros y unas compañeras tenemos una cooperativa anarquista en un cante cercano a Peñarol (la gente que vive ahí prefiere decirle “cante” en vez de “asentamiento”) donde damos talleres, cada quien de lo que sabe. La verdad es que ahí aprendí muchas cosas. En Diciembre la mayoría tuvimos una semana libre y decidimos llevar a varios del cante a conocer el agua y la playa. Sí, a conocer. Había cinco que nunca habían visto la arena ni el agua de playa en vivo. Ver. No ir. Ver en vivo. Había dos que conocían la playa “del Teatro de Verano” (que entendemos es la playa Ramírez); otras dos conocían la playa porque una vez pasaron por la rambla en el 145 cuando su mamá las llevaba a ver a su padre a la cárcel, pero la vieron desde arriba del ómnibus.
Fuimos a Santa Ana. Había alguien que conocía a alguien que necesitaba que le cuidaran la casa, y bueno, la cuidamos. Hubo varios acampando al lado, también. Éramos 18 casi todos los días, con idas y vueltas de los que teníamos que trabajar. Fueron muy felices los gurises en la playa y en el monte. Pero la verdad, lo que más me quedó fue lo que dijo Jeny, de 12 años, sobre su primera impresión de “acampar” (al lado de la casa había un camping de pago): “Pero es igual esto, Darío. Acampar es vivir como vivimos nosotros siempre pero para gente que viene una semana y después se va a sus casas de verdad”.
No pude ni sonreir. Porque a veces me siento así también yo. Cambiamos techos, arreglamos calles, evitamos inundaciones de sus casas, les enseñamos a mejorar las construcciones, nos abrazamos, nos entendemos, nos reímos, pero al final, nos volvemos a “nuestras casas de verdad” y ellos se quedan allá.
Juro que no le vi ni un rastro de cinismo ni maldad a Jeny cuando describió “acampar”.
Creo que eso duele más.
Diese Webseite verwendet Cookies. Durch die weitere Benutzung der Webseite stimmst du dieser Verwendung zu. https://inne.city/tos